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TACHAS

13.09.2015 14:17

Tachas

EFREN HERNANDEZ

 

Eran las 6 y 35 minutos de la tarde.

 El maestro dijo: ¿Qué cosa son tachas? pero yo estaba pensando en muchas cosas; además, no sabía la clase.

 El salón de estos hechos tiene tres puertas, de madera pintada de rojo, con un vidrio en cada hoja, despulido en la mitad de abajo.

 A través de la parte no despulida del vidrio de la puerta de la cabecera del salón, veíanse, desde el lugar en que yo estaba: un pedazo de pared, un pedazo de puerta y unos alambres de la instalación de luz eléctrica. A través de la puerta de en medio, se veía lo mismo, poco más o menos lo mismo, y, finalmente, a través de la tercera puerta, las molduras del remate de una columna y un lugarcito triangular del cielo.

 Por este triangulito iban pasando nubes, nubes, lentamente. No vi. pasar en todo el tiempo, sino nubes, y un veloz, ágil, fugitivo pájaro.

 Es muy divertido contemplar las nubes, las nubes que pasan, las nubes que cambian de forma, que se van extendiendo, que se van alargando, que se tuercen, que se rompen, sobre el cielo azul, un poco después que terminó la lluvia.

 El maestro dijo:

—¿Qué cosa son tachas?

 La palabrita extraña se metió en mis oídos como un ratón a su agujero, y se quedó en él agazapada. Después entró un silencio caminando en las puntitas de los pies, un silencio que, como todos los silencios, no hacía ruido.

 No sé porqué, pero yo pienso que lo que me hizo volver, aunque a medias, a la realidad, no fueron las palabras, sino el silencio que después se hizo; porque el maestro estaba hablando desde mucho antes, y, sin embargo, yo no había escuchado nada.

 ¿Tachas? ¿Pero, qué cosa son tachas? Pensé yo. ¿Quién va a saber lo que son tachas? Nadie sabe siquiera qué cosa son cosas, nadie sabe nada, nada.

 Yo, por mi parte, como ejemplo, no puedo decir lo que soy, ni siquiera qué cosa estoy haciendo aquí, ni para qué lo estoy  haciendo. No sé tampoco si estará bien o mal. Porque en definitiva, ¿quién es aquel que le atinó con su verdadero camino? ¿Quién es aquel que está seguro de no haberse equivocado?

 Siempre tendremos esta duda primordial.

 En lo ancho de la vida van formando numerosos cruzamientos los senderos. ¿Por cuál dirigiremos nuestros pasos? ¿Entre estos veinte, entre estos treinta, entre estos mil caminos, cuál será aquél, que una vez seguido, no nos deje el temor de haber errado?

 Ahora, el cielo, nuevamente se cubría de nubes, e iban haciéndose en cada momento más espesas; de azul, sólo quedaba sin cubrir un pedacito del tamaño de un quinto. Una llovizna lenta descendía, matemáticamente vertical, porque el aire estaba inmóvil, como una estatua.

 Cervantes nos presenta en su libro: Trabajos de Persiles y Segismunda, una llanura inmóvil y en ella están los peregrinantes, bajo el cielo gris, y en la cabeza de ellos, hay esta misma pregunta. Y en todo el libro no llega a resolverla.

 Este problema no inquieta a los animales, ni a las plantas, ni a las piedras. Ellos lo han resuelto fácilmente, plegándose a la voluntad de la Naturaleza. El agua hace bien, perfectamente, siguiendo la cuesta, sin intentar subir.

 De esta misma manera, parece que lo resolvió Cervantes, no en Persiles que era un cuerdo, sino en Don Quijote, que es un loco.

 Don Quijote soltaba las riendas al caballo e iba más tranquilo y seguro que nosotros.

 El maestro dijo:

—¿Qué cosa son tachas?

 Sobre el alambre, bajo el arco, posó un pajarito diminuto, de color de tierra, sacudiendo las plumas para arrojar el agua.

 Cantaba el pajarito, u fifí. fifí. De fijo el pajarito estaba muy contento. Dijo esto con la garganta al aire; pero en cuanto lo dijo se puso pensativo. No, pensó, con seguridad, esta canción no es elegante. Pero no era ésta la verdad, me di cuenta, o creí darme cuenta, de que el pajarito no pensaba con sinceridad. La verdad era otra, la verdad era que quien silbaba esta canción era la criada, y él sentía hacia ella cierta antipatía, porque cuando le arreglaba la jaula, lo hacía de prisa y con mal modo.

 La criada de esa casa, ¿se llamaba Imelda? No. Imelda es la muchacha que vende cigarros “Elegantes”, cigarros “Monarcas”, chicles, chocolates y cerillas, en el estanquillo de la esquina. ¿Margarita? No, tampoco se llamaba Margarita. Margarita es nombre par una mujer bonita y joven, de manos largas y blancas, y de ojos dorados. ¿Petra? Sí, éste sí es nombre de criada, o Tacha. ¿Pero en qué estaría pensando cuando dije que nadie sabe qué cosa es tacha?

 Es una lástima que el pajarito se haya ido. ¿Para dónde se habrá ido ahora el pajarito? Ahora estará parado en otro alambre, cantando u fiiiii, pero yo ya no lo escucho. Es una lástima.

 Ya el cielo estaba un poco descubierto, era un intermedio en la llovizna. Llegaba el anochecimiento lentamente. La llegada de la sombra le daba un sentido más hondo al firmamento. Las estrellas de todas las noches, las estrellas de siempre, comenzaron a abrirse por orden de estaturas y distancias.

 De abajo subía el ruido de toda la ciudad; de arriba caía el silencio de todo el infinito.

 De cierto, no sé que cosa tiene el cielo aquí, que transparenta el universo a través de un velo de tristeza.

 Allá son muy raras las tardes como ésta, casi siempre se muestra el cielo transparente, teñido de un maravilloso azul, que no he encontrado nunca en otra parte alguna. Cuando empieza a anochecer, se ven en su fondo las estrellas, incontables, como arenitas de oro bajo ciertas aguas que tienen privilegios de diamante.

 Allá se ven más claritas que en ninguna parte las facciones de la luna. Quien  no ha estado allá, de verdad no sabe cómo será la luna. Tal vez, por esto, tienen aquí la idea de que la luna es melancólica. Ésta es una gran mentira de la literatura. ¡Qué ha de ser melancólica la luna!

 La luna es sonriente y sonrosada, lo que pasa es que aquí no lo conocen. Su sonrisa es suave, detrás de sus labio asoman unos dientes menuditos y finos, como perlas, y sus ojos son violáceos, de ese color ligeramente lila que vemos en la frente de las albas, y entorno a sus ojeras florecen manojitos de violetas, como suelen alrededor de las fuentes profundas.

 Allá todo es inmaculado, allá todo es sin tachas... tachas, otra vez tachas. ¿En qué estaría yo pensando, cuando dije que nadie sabe qué cosas son tachas?

 Había pensado esto con la propia velocidad del pensamiento, y que Dios diga lo que seguiría pensando, si no fuera porque el maestro repitió por cuarta o quinta vez, y ya con voz más fuerte:

—¿Qué cosa son tachas?

 Y añadió:

—A usted es a quien se lo pregunto, a usted, señor Juárez.

—¿A mí, maestro?

—Sí señor, a usted.

 Entonces fue cuando me di cuenta de una multitud de cosas. En primer lugar, todos me veían fijamente. En segundo lugar, y sin ningún  género de dudas, el maestro se dirigía a mí. En tercer lugar, las barbas y los bigotes del maestro parecían nubes en forma de bigotes y de barbas, y en cuarto lugar, algunas otras; pero la verdaderamente grave era la segunda.

 Malos consejos, experimentos turbios de malos estudiantes, me asaltaron entonces y me aseguraron que era necesario decir algo.

—Lo peor de todo es callarse, me habían dicho. Y así, todavía no despertado por completo, hablé sin ton  ni son, lo primero que me vino a la cabeza.

 No podría yo atinar con el procedimiento que empleó mi cerebro lleno de tantos pájaros y de tantas nubes, para salir del paso, pero el caso es que escucharon todo esto que yo solté muy seriamente:

—Maestro, esta palabra tiene muchas acepciones, y como aún es tiempo, pues casi nos sobra media hora, procuraré examinar cada una de ellas, comenzando por la menos importante, y siguiendo progresivamente, según el interés que cada una nos presente.

 Yo estoy desengañado de que no estoy loco; si lo estuviera, ¿por qué lo habría de negar?, lo que pasa es otra cosa, que no está bueno explicar, por que su explicación es larga. De modo que la vez a que me vengo refiriendo, yo hablaba como si estuviera solo, monologando. Y noto que usted guarda silencio...

 Usted, en aquel rato, para mí, no significaba nadie; según la realidad, debía ser el maestro; según la gramática, aquel a quien dirigiera la palabra, más para mí, usted no era nadie, absolutamente nadie. Era el personaje imaginario, con quien yo platico cuando estoy a solas. Buscando el lugar que le corresponda entre los casilleros de la analogía, corresponde a esta palabra el lugar de los pronombres; sin embargo, no es un pronombre personal, ni ningún pronombre de los ya clasificados. Es una suerte de pronombre personal que, poco más o menos, puede definirse así. Una palabra que yo uso algunas veces par fingir que hablo con alguien, estando en realidad a solas. Seguí:

—Noto que usted guarda silencio, y como el que calla otorga, daré principio, haciéndolo de la manera que ya dije. La primera acepción, pues, es la siguientes: tercera persona del presente de indicativo del verbo tachar, que significa: poner una línea sobre una palabra, un renglón o un número que haya sido mal escrito. La segunda es otra: si una persona tiene por nombre Anastasia, quien la quiera mucho, empleará, para designarla, esta palabra. Así , el novio, le dirá:

—Tú eres mi vida, Tacha.

 La mamá:

—¿Ya barriste, Tacha, la habitación de tu papá?

 El hermano:

—¡Anda, Tacha, cóseme este botón!

 Y finalmente, para no alargarme mucho, el marido, si la ve descuidada (Tacha puede hacer funciones e Ramona), saldrá poquito a poco, sin decir ninguna cosa.

 La tercera es aquélla en que aparece formando parte de una locución adverbial. Y esta significación, tiene que ver únicamente con uno de tantos modos de preparar la calabaza. ¿Quién es aquél que no ha oído decir alguna vez, calabaza en tacha? Y, por último, la acepción en que la toma nuestro código de procedimientos.

 Aquí entoné, de manera que se notara bien, un punto final.

 Y Orteguita, el paciente maestro que dicta en la cátedra de procedimientos, con la magnanimidad de un santo, insinuó pacientemente:

—Y, díganos señor, ¿en qué acepción la toma el código de procedimientos?

 Ahora, ya un poquito cohibido, confesé:

—Ésa es la única acepción que no conozco. Usted me perdonará, maestro, pero...

 Todo el mundo se rió: Aguilar, Jiménez Tavera, Poncianito, Elodia Cruz, Orteguita. Todos, se rieron, menos el Tlacuache y yo que no somos de este mundo.

 Yo no puedo hallar el chiste, pero teorizando, me parece que casi todo lo que es absurdo hace reír. Tal vez porque estamos en un mundo en que todo es absurdo, lo absurdo parece natural y lo natural parece absurdo Y yo soy así, me parece natural ser como soy. Para los otros no, para los otros soy extravagante.

 Lo natural sería, dice Gómez de la Serna, que los pajaritos dormidos se cayeran de los árboles. Y todos lo sabemos bien, aunque es absurdo, los pajaritos no se caen.

Ya estoy en la calle, la llovizna cae, y viendo yo la manera como llueve, estoy seguro de que a lo lejos, perdido entre las calles, alguien, detrás de unas vidrieras, está llorando porque llueve así.


 

DATOS DEL AUTOR POR: Alí Chumacero

Sitio aparte guadó Efrén Hernández (1904-1958) entre los escritores de su generación. En 1928 se dio a conocer con un cuento, Tachas, que habría de darle no sólo notoriedad sino el sobrenombre con que sus amigos cercanos lo designaban. Mientras sus contemporáneos buscaban con avidez el remozamiento de las letras nacionales en ejemplos provenientes de otras lenguas —particularmente la francesa—, él se mantuvo apegado a la tradición castellana y, lo mismo en verso que en prosa, prefirió recurrir a las grandes figuras de los Siglos de Oro que vivifican sus métodos expresivos y le cedieron los moldes para verter su emoción personal y el afán de percibir insólitos matices del mundo inmediato. Desde las cuatro paredes de su cuarto, atisbando por los rincones, encendiendo con la palabra objeto tras objeto, evocando sucedidos sin mayor relieve, creó un universo oscilante que va de la mera malicia al esplendor franco de lo poético. En buena proporción, su prosa es un puente apto para mantener la continuidad de ciertos escritores mexicanos que, como inmediatamente antes lo había hecho Micrós (1868-1908), suelen descubrir en la palpitación de lo nimio, en la pequeñez de la vida cotidiana, el temblor de la existencia.

 

 Delgado a más no poder, bajo de estatura, extravagante en el vestir y malicioso como pocos, Efrén Hernández era dueño de una inteligencia insinuante que se encubría con la ingenuidad premeditada de quien ignora el entusiasmo del optimismo. No había en sus novelas y cuentos la heroicidad que asombra, ni los gritos que ensordecen; tampoco recurrió a gruesas pinceladas para poner ante nuestros ojos personajes violentos o animados por la grandeza de sus ademanes, ni concedió a su oficio distinto destino que reflejar el espíritu de quien, aun en horas gratas a la desmesura imaginativa, sabía otorgar preeminencia a la razón. Frecuentemente a su poesía llegaban ecos de antiguas voces y procedimientos —palabras poco usadas, frases que se anudan con digresiones, imágenes que pecan de sinceras— que al descender a su soledad se enriquecían con sensaciones impulsadas por una doliente reflexión. Si algún epíteto le corresponde es el de divagador. De la brevedad de la vida a la amplitud de la alcoba, de la distracción al sueño, de ventanas a nubes, su pluma saltaba ágilmente conducida por una diversidad de ideas que desembocaban a veces en el ámbito de la incertidumbre. A partir del cuento “Tachas” —y Efrén Hernández fue sobre todo un cuentista— su personalidad literaria quedó definida. La inquietud que distraía su mente no sólo lo arrasó hacia lo profético ni lo convirtió en el literato que en unas cuantas páginas resuelve la insistencia de sus dudas. No frecuentó los cataclismos ni acató el llamado de la tragedia sino que, por el contrario, hizo el consabido viaje alrededor de su cuarto, deslizándose en múltiples divagaciones, y allí mismo quemó las naves. Su excelencia reside, precisamente, en eso: en que, si bien dilató el juego de los temas, no quiso salir del leve purgatorio de su alma.

 

 Acaso nadie, en las letras mexicanas de los últimos lustros, haya redactado sus textos con tal semejanza consigo mismo, con tanto amor por su íntimo impulso afectivo. Mucho contribuyó a reforzar esa actitud la fidelidad a lo autobiográfico. Las experiencias inmediatas, el recuerdo de las pasadas, la sospecha de las venideras, aparecen a tramos transformados en minuciosas observaciones. “Me conocía harto pícaro y harto mosca muerta y mátalos callando —dice—, y precisamente en estas malas propiedades basaba mi satisfacción, y en estas dotes, en rigor negativas, ponía toda mi complacencia.” Eso era de niño, y de persona mayor tales premisas, fundadas en la destreza de sus expresiones literarias, le allanaron el camino para hacer burla aun de sus propios pensamientos. La desilusión marcaba el ritmo a muchas de esas argumentaciones interiores. Así al preguntarse por la palabra “amor”, escribió intencionadamente: “Llegó entonces mucho más adentro de mí, penetró hasta la alcoba en donde duermen las palabras, se quitó el sombrero, se desnudó de su significado y, muerta, muertecita de sueño se quedó dormida,”  El “silencio de deseos”, que había conocido Miguel de Molinos, rondaba su conciencia.

 

 Varios poemas, una novela —La paloma, el sótano y la torre—, un fragmento —que inicialmente formaba parte de la anterior—, una novela corta —Cerrazón sobre Nicómaco— y algunos cuentos comprende la producción de Efrén Hernández. Además, multitud de artículos de crítica literaria y consideraciones de índole variada, una comedia, una “tragiburledia cinematográfica” escrita en colaboración y unos cuantos prólogos refuerzan su labor. El presente volumen de Obras,* que recoge la porción sobresaliente de su trabajo, ayudará a reconocerle ese sitio aparte que, por constante convicción, eligió entre sus contemporáneos.

Capturaro por: Victor Gutierrez Vasquez

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